Un hombre de paz
Rasputín chapotea lastimosamente en la oscuridad eterna del Ártico. Apenas puede mover los brazos; el abrigo de piel empapado entorpece su cuerpo herido y las cadenas buscan sepultarlo bajo las aguas. Unas horas antes, la noche se había mostrado distinta en el Palacio Yusupov, cuando el propio duque lo citó a medianoche para realizarle a su esposa la famosa sanación de cuerpo y alma.
Mientras esperaba, lo atendieron con dedicación en una sala de los sótanos del edificio: pasteles de cianuro y vino endulzado en más veneno. Tan insuficiente fue la dosis para tamaño personaje, único a sus cuarenta y seis años, y tanto bienestar y buen humor seguía demostrando, que el dueño de casa se impacientó y se apersonó agregándole un balazo. Allí sí el monje siberiano optó por escapar, tambaleando, pero vivamente, hacia la calle. A tal punto se movía su alargada figura, que otro conjurado ex ministro de Defensa del zar intentó rematarlo con más pólvora. Validaba una capacidad sobrenatural: unos meses antes, habían contratado una cuchillada de una prostituta psicótica… y sobrevivió. Por eso esta noche desesperaron, lo encadenaron y ofrecieron a las glaciares aguas del río Neva. En consecuencia, aquí lo tenemos, debatiendo con el entorno y consigo mismo.
Rasputín trata de mantenerse a flote sobre trozos de hielo que resbalan y se deshacen. Tiene erizada la barba larga, desprolija y tosca que, sobre los rústicos hábitos, ayudó a que fuera considerado por los fieles la reencarnación misma de Jesús. Con esa apariencia –de un metro ochenta de altura– y las elocuentes frases que nunca llevaban sujeto, verbo y predicado al mismo tiempo, había puesto a sus pies, primero, a los pobres de los campos de Siberia y, luego, a la aristocracia de San Petersburgo.
Incluso llegó más lejos. La fijación, por momentos demente, de sus ojos celeste claro, casi blancos, dio paz a la mismísima familia imperial de la Santa Madre Rusia. Aquel día, once años antes, lo habían convocado como última esperanza de curar al príncipe enfermo. Entre su desenfreno para amar u odiar, demostró infinita dulzura con el zarevich Alexei, cuyas implacables laceraciones de la hemofilia cedieron. Entre caricias, la practicada hipnosis y las historias de hadas siberianas, caballos jorobados y jinetes sin piernas, logró lo que ningún médico de la Corte. Desde entonces, la zarina Alejandra lo consideró por encima de todos y el zar Nicolás escuchó más que de nadie su chamán consejo.
Rasputín se hunde. Aún con determinación, pesa cada vez más. Medio metro de agua por encima suyo le permite ver, todavía, los faroles nocturnos de la mejor calle de la ciudad. Reacciona como todo mortal, conteniendo la respiración, mientras unas burbujas viajan en sentido contrario. Continúa pensando rápidamente.
Si el zar estaba a su favor…, ¿cómo es posible que esos hombres, que ni siquiera podían sostener su mirada hipnótica, conjugaran tanta saña? Lo tiene claro: los ministros desplazados, agnósticos y corruptos son capaces de todo, siempre, y permanecen resentidos por su ascenso campesino y religioso. Su siberiana figura, que había optado por seguir comiendo sin cubiertos incluso en los banquetes oficiales, le recuerda a la Corte la verdadera Santa Madre en sus inmensidades orientales. Es exactamente lo opuesto a esos presumidos aristócratas que hablan y visten como alemanes. Él los enfrentó reiteradamente, venció y les gritó en la cara: “No tienen una gota de sangre rusa”, delante de Nicolás.
Pero… ¿fue razón suficiente para intentar matarlo de esa manera?
Rasputín desciende más profundo en el Neva. Ahora solo ve una tenue luz mientras algunos rastros de basura y hielo pasan como planetas cerca de su rostro embotado. Intenta emerger de nuevo.
La difamación de su examigo, Iliodor, quien lo llamó “El imprecador”, le parece que fue lo más perjudicial para él y la familia imperial. Había sugerido un romance con la zarina Alejandra y encendió a los enemigos del zar, incluso a los cada vez más molestos bolcheviques. ¡Mentiras! Dos décadas atrás, en el convento de la orden de los flagelantes, la Khlysty, donde renació como ser humano apenas cruzó los montes Urales, había aprendido el efectivo método de expulsar los demonios de los creyentes. Lo hace con fuertes rezos, acompañados de una progresiva estimulación sexual; para que el tratamiento funcione, es necesario el intercambio físico con quien porta la chispa de Dios. Tuvo éxito, especialmente, en las mujeres más devotas y deprimidas, además de en las más ricas. Atendió por encima de trescientas, solo entre las que pasaron por su consultorio de sanación en la capital del imperio. La absoluta mayoría salió gritando por las calles: “¡Padre Grígori, nuestro salvador!”. Solo unas pocas se atrevieron a acusarlo de violación y allí estuvo presente la Policía secreta del zar para silenciarlas. No pudieron perjudicarlo…
Hoy su fama es inigualable. En San Petersburgo, Moscú y Europa entera se habla de sus cualidades sexuales, superlativas, aunque nadie sabe lo que él siente realmente. Conduce a esas damas de alcurnia a la redención celestial con mucha más pericia que pasión; de hecho, las pocas veces que se lo propuso casi nunca pudo penetrarlas. Por eso llegó a decir: “Me da igual tocar mujer de madera”. Los hombres también disfrutaron de alcanzar esa elevación dual, como el Epíscopo Inocencio con el que durmió varias noches. ¡Hay quienes lo acusaron de homosexual!
Si allí, herido y encadenado, en la soledad más completa, tuvo algún atisbo de arrepentimiento por esas cuestiones, no duró. Tampoco estas le aclaran, directamente, el atentado de esa noche.
Rasputín, en la oscuridad, continúa descendiendo. Solo sus ojos clarísimos retienen algo de brillantez, mientras busca vislumbrar por qué Yusupov y los otros habían decidido atacarlo justo ahora. Siendo el consejero más escuchado en el Palacio, el año anterior había logrado persuadir a Nicolás de no ir a pelear con el ejército blanco a los Balcanes, oponiéndose a la corte imperial, sedienta de sangre y gastos militares. Este año, ante la Gran Guerra que despertó en Europa, no había tenido el mismo éxito. De todas maneras, alegaba persistentemente en contra y expresaba: “Me arrepentiré toda mi vida si no convenzo al zar de evitarle a Rusia este flagelo”. Tal vez buscan eliminarlo porque, a diferencia de ellos y pese a su declinante reputación, es un verdadero hombre de paz.
Rasputín se fusiona con el lecho fangoso del río. Esa nada fusiforme está todavía más fría, da asco sin olerla. Se le acaba el aire en el pecho dolorido, en la garganta atenazada y en la prominente nariz. Entonces, dilucida el motivo de su atentado: el conflicto inevitable son los bolcheviques y sus atacantes creen que pueden postergarlo con su desaparición. “Si yo muero, el zar pronto perderá su corona”, había advertido el padre Grígori en público ante el empuje revolucionario. Ahora se lo repite, allí donde le es imposible caer más abajo, salvo que efectivamente lo reclamen desde los infiernos. Debe escapar para salvar también a la madre Rusia. ¿Cómo hacerlo? Aunque es capaz de realizar milagros, ninguno de los que conoce le son útiles en el fondo del Neva.
Duda. Nunca ha conocido límites. ¿No puede, entonces, él hacer cualquier cosa? Trata de recordar cómo se llamaba aquel escapista húngaro, unos pocos años menor, de gran suceso en América y Europa… ¡Houdini! El Gran Houdini. Además de soportar el cianuro, las balas y los cuchillos, tiene que ser tan bueno como él para resurgir de las profundidades. Recupera energías y encara el último gran esfuerzo. ¡Vamos! Solo uno más. Desde que abandonó, pobre y analfabeto, su lejano pueblo y a su familia en Siberia, se había impuesto siempre… hasta ahora.
La mañana siguiente es grisácea, como tantas otras. La corriente del Neva, en cambio, surge algo más turbulenta de lo habitual. Lo encuentran a un costado del río. Envenenado, baleado y encadenado, había muerto a causa del agua congelada en sus pulmones. Antes, pudo soltar el brazo derecho completo; solo le faltó tiempo para liberarse de las cadenas.
Dos meses más tarde…, Rasputín acierta póstumamente. El vaticinio se cumple y ya no hay más zar ni tampoco más Rusia, solo Unión Soviética. Su largo cuerpo había sido enterrado en un cementerio común, pero ahora los bolcheviques lo hacen emerger, como él no pudo en los últimos momentos de su vida. Lo exhiben cual trofeo en un trineo, intentando reflejar en su desgracia la corrupción zarista. Ante la bulliciosa muchedumbre de mujiks, sus iguales, el cadáver mantiene el brazo libre desplegado. Luego lo queman como parte de las purgas y festejos de la Revolución. O tal vez lo hacen solo para asegurarse; hasta los más ateos y politizados estrellas rojas, con las palas en la mano y ramas secas por encender, no están del todo seguros, todavía, de que no sea capaz de resucitar como Jesús.