Port Royal, Jamaica, mes de enero de 1681
Alexandre:
Juro por las barbas de Neptuno que en estas líneas busco burlarme de vosotros, Jacks insignificantes como pulgas de cubierta, en lugar de contestar a tus reclamos que huelen como el pescado de Port Royal. ¡Me importa un doblón lo que vivimos juntos hace 10 años! Suelo decir que estoy más acostumbrado a las picas que a los libros, pero algo pue-do dejaros aquí en claro: te detesto profundamente a ti y a toda la Cofra-día de los Hermanos de la Costa. Siento por vuestra merced lo mismo que por esos frailes, ancianos, mujeres y niños que fueron nuestros escudos humanos en los tres fuertes de Portobelo. Apenas cayeron muertos los primeros dos religiosos, los guardianes de las murallas de-jaron de lado aterrorizados sus arcabuces. ¿Lo recuerdas? ¡Cómo brin-damos sentados sobre sus cadáveres con infinito Kill Devil! Ningún zagal español hubiera sido capaz de beber ese ron, pues, tú lo sabes, podría matar al mismo diablo.
¡Ahora eres tan imbécil como el gobernador de Su Majestad de In-glaterra en Port Royal en esos años, James Modyford! Mientras en Eu-ropa cerraban tratados entre reyes, él nos concedía patentes de corso para atacar. Me ordenó ir a Santiago de Cuba cuando yo deseaba gober-nar Panamá, camino obligado del oro del Perú hacia España. ¡Por todos los palos de Mesana! ¡No nos importaba la paz que intentaron imponer-nos los acaudalados truhanes de Europa para su propio beneficio!
Éramos capaces de chamuscar las barbas del rey de España. Así lo hicimos al disfrazar, en el lago de Maracaibo, aquel barco mercante re-pleto de pólvora, liberándonos de los tres galeones encadenados que nos bloqueaban la salida al mar. ¡Pillastres! ¡Todo quedó olvidado por lo que vosotros hicisteis después!
Hoy me exiges, en tus cartas, respeto al código pirata sobre el re-parto del botín. ¡En realidad, temes que te atrape! Sabes bien cómo fue-ron las cosas desde la Isla Tortuga. Todos descartaron al grupo de an-cianos que dirime las cuestiones de la profesión al gritar: “¡Morgan tie-ne más coraje que ‘maduro concejo’!”. Entonces, me obedecieron por miles.
Establecí el Charlie Partie con mis propias reglas y las de nadie más. ¡Solo por eso nada tendrías para reclamar! Subí el premio por per-der el brazo derecho a 600 doblones, a 500 por el izquierdo y 100 do-blones por ojo. No te quejaste. Dos mil hombres eran pocos para tomar Panamá, pero los convencí, ¿lo recuerdas? Les grité: “Si el número es corto, mayor el ánimo, la unión de todos y más grande la parte que les toca del expolio”. Allí me diste las hurras junto a la totalidad de los Hermanos de la Cofradía de la Costa.
Todavía recuerdo esos ocho días terribles que tardamos en llegar, con hambre e insolados, desde el mar Caribe. No dejaste de lloriquear en las balsas aplastadas y pestilentes sobre el río Chagres. Te concedo un úni-co crédito: viste antes que nadie la torre de 30 metros de la catedral cuando estábamos perdidos. La ciudad se sentía segura junto al Pacífi-co, rodeada de un pantano y una gran muralla con los cañones apuntan-do hacia tierra adentro… ¿Cómo no íbamos a conquistar a unos tontos que usan el campanario de vigía y nos muestran con él el camino? Dejé a los Hermanos de la Costa contemplar por largo tiempo la ciudad más petulante de la colonia española –competía en las vestimentas con Ma-drid o París–, para que la codicia les hiciera agua la boca. Ese 28 de enero, no te lamentaste.
Vamos a lo importante, Alexandre: te odio y desprecio más que a nadie. Fundamentalmente, por dos misterios para ambas coronas, los cuales conozco con certeza: el incendio de la ciudad y el engaño por el altar de oro de la catedral.
El incendio se lo adjudicó a sí mismo el gobernador español Juan Pérez de Guzmán. “Mejor perder la ciudad que un imperio”, dijo, inten-tando salvar su prestigio tras haber perdido Panamá. ¡Qué estúpido! Sacó a campo abierto doscientos toros para arrollarnos, como si alguien pudiera controlar completamente a las bestias. Yo mismo, incluso, no lo logré con vosotros… Ante los primeros disparos y gritos bucaneros, los animales se volvieron en estampida contra los españoles de púrpura y oro, más bailarines que guerreros. Quisieron volver a sus murallas y nosotros impedimos que cerraran la puerta.
¡No lo niegues! La Cofradía mató, violó y torturó, lo que mejor sa-ben hacer, pero tú provocaste el famoso incendio con tus Hermanos más torpes, al querer entrar con fuego a ese almacén… ¡lleno de pólvo-ra! ¡Dejaron la ciudad entera en cenizas y tres mil muertos, cuando yo la quería gobernar como el más grande privateer galés! Mi única satisfac-ción fue veros a ti y a tus compañeros cavando pozos –en busca de te-soros– entre el polvo gris y las pilas de muertos durante cuatro sema-nas. ¡No me pareció suficiente castigo, bastardo!
Peor la has hecho con el altar del campanario de la catedral; siempre volvemos a esa maldita torre. Me hiciste quedar como un idiota a mí…, ¡al capitán Morgan! ¿Quién sería capaz de creer que un fraile podría engañarme, pintando de negro con alquitrán un macizo de oro, en el único edificio en pie en toda la ciudad? ¡Patrañas! Por supuesto, vi el altar y ordené despedazarlo. Tú me dijiste que ya había sido saqueado y me mostraste los restos… ¿Planeaste volver más tarde por el macizo? ¡Ya me lo confesarás algún día, por todos los infiernos!
Después me difamaste en la prensa londinense. Tuve que hacer jui-cios por tus exageraciones: dijiste que descentramos brazos, quemamos pies, cortamos miembros y colgamos hombres de los testículos para que nos dijeran dónde escondían su oro. ¡Si el saqueo fue bien ordenado! Hasta os mentí, piratas cebados, que el ron de las atiborradas despensas panameñas estaba envenenado, para evitar que se despedazaran entre vosotros. ¡Ya supe después cuándo daros de beber!
Es así que, por tu culpa, pese a haber cargado ciento setenta y cinco mulas de oro y plata, y a tener seiscientos prisioneros ricos, todos está-bamos insatisfechos. Tus actos fueron los que me llevaron a decidir, cuando volvimos a la desembocadura del Chagres, liberar los diez barri-les de ron para que finalmente festejaran en el reparto del botín. Era el momento adecuado…
Dime, entonces, Alexandre: ¿qué sintieron tú y tus camaradas de la Cofradía al despertar de la borrachera y descubrir que había levantado anclas junto a mis hombres de mayor confianza, con nueve de cada diez partes del botín?
Es hora de concluir con la exagerada atención que te dedico en esta correspondencia. Cuando volví a Jamaica, la paz con España llevaba su tiempo y su Majestad Real se vio obligado a llevarnos arrestados a In-glaterra al gobernador Modyford y a mí. ¡Por piratería! ¿Puedes creer-lo? Igualmente, ambos tuvimos un destino diferente; a él lo destituyeron y a mí me recibieron como a un héroe popular. La gente me tiraba flores por las calles de Bristol, las mismas en donde había sido secuestrado de pequeño para enrolarme como sirviente. Finalmente, el rey Carlos II me liberó de los cargos, me hizo caballero y nombró teniente gobernador de Jamaica. ¿Te causó pesar esa circunstancia? La oportunidad que me quitasteis en Panamá la recuperé en la mismísima Port Royal… ¡y ade-más tienes que llamarme sir!
Continúa entonces cantando “La Saloma”, navegando con la Jolly Roger negra y blanca en el mástil y reclamándome tu parte del código como si tus traiciones no fueran demasiadas. Pronto ajustaremos cuen-tas. No veo la hora en que desfiles con el cuello desnudo ante el Jack Ketch. Lo mereces… El rey me dio una única misión en mi mandato en el Caribe: luchar contra la piratería para respetar el comercio y los trata-dos con España. ¡Truenos! Será fácil, conozco todo y a todos, y puedo vivir como terrateniente rural mientras te persigo a ti y a tus Hermanos de la Cofradía de la Costa que me han jurado venganza. ¡Con la flota y el ejército de chaquetas rojas bajo mi mando!
Teniente gobernador de Jamaica, sir Henry Morgan.
Terminología pirata:
Jacks: tripulantes.
Zagales: hombres.
Kill Devil: ron.
Charlie partie: acuerdo-ley antes de una expedición.
Privateer: corsario.
La Saloma: canción típica.
Jolly Roger: bandera negra con calavera y brazos blancos.
Jack Ketch: verdugo.