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La Yasa

Gengis Khan

Año 1191 d. C. Bajo el liderazgo –y la sombra– de Ricardo “Corazón de León”, los reyes cristianos más poderosos inician la Gran Cruzada para recuperar Tierra Santa, en manos de los árabes sarracenos.

Mientras tanto, en el centro helado de Asia, un solo guerrero de ojos amarillentos une a todas las tribus nómades. En 1206, toma el nombre de Genghis Khan y al año siguiente dicta la Yasa, con las reglas que todo mongol debe cumplir. A su muerte, dos décadas después, su imperio medirá más de 11 000 kilómetros de largo, desde China y Corea, hasta Europa del Este y Persia.

Solo un hombre conoció a ambos líderes.

Pasaron cerca de quince años desde que llegué a Tierra Santa junto al rey Ricardo. No estoy seguro, pues me ha costado llevar la cuenta del tiempo, y más ahora en esta tierra infinita, a veces verde y, muchas otras, blanca, donde pastan las ovejas de los mongoles.
No había nada que no pudiera hacer por Corazón de León. Finalmente, cuando este pensó con la cabeza, pactó con el sultán sarraceno y regresó a Inglaterra, no quise seguir peleando y gritando sin rumbo. Dejé de lado la promesa de seguirlo a donde fuera, me volví contrabandista y pensé que no habría justicia que pudiera alcanzarme. ¡Qué diferente era todo antes de conocer al gran Khan!
Pronto las cosas salieron mal. Me traicionaron, ataron y esclavizaron por la milenaria ruta de la seda hasta los confines de Asia. Como final de un delirio de la fiebre, de meses o años, llegué a la Mongolia recién unificada. Más precisamente, a su única ciudad, un mar de carpas o yurts entre las inmensidades: Kharakorum. Allí me vendieron a la propia corte mongola. Ocurrió, quizás, hace más de un año.

Terrible como el viaje resultó el carácter de los mongoles. Aquí no hay puntos intermedios: el que no se rinde es enemigo, no se hacen pactos y el gran Khan quiere convertir al mundo entero en tierra de pastoreo. No es una metáfora, pronto muchas naciones sabrán de su determinación. Los que se resistan lo lamentarán, viendo en los caminos con ojos espantados tres montículos separados de calaveras de hombres, mujeres y niños –incluidos los bebés– de los vencidos.
Junto a ese espíritu brutal, me recibió otra sensación que no había tenido ni en Europa ni en Oriente Medio: aquí todo es extrañamente justo. Solo hay que ser leal al Khan. Él nunca es arbitrario ni castiga por placer, no importa de dónde vengan o qué religión profesen los que caen en sus dominios. Como ambiguo premio, abunda una leche de oveja agria caliente a la que llaman kumiss, que recién ahora puedo tomar sin arcadas.
Tampoco hace falta decirlo; es inteligente. El Khan desprecia toda cultura sedentaria que se interponga a la marcha de sus ovejas y vaticinó a sus hijos que, si adoptaban las costumbres de los pueblos dominados, iban a ser débiles como ellos. Sin embargo, respeta y toma para él lo que le es útil. Cuando lo vi por primera vez, ya contaba con un escriba o guardián del sello que registraba sus decisiones. Se lo había quitado a los kara-katai, pueblo intocable del oeste arrastrado a formar parte de una única gran ulus o tribu mongola. Esto aconteció más o menos a mi llegada, después que él se proclamase Genghis Khan, jefe universal, un título que ninguna otra clase de hombre se hubiera atrevido a elegir.
¡El corazón me palpita con fuerza y no he podido dormir en dos días! En el crisol de razas de Kharakorum hay ojos de toda clase, aunque todavía muy pocos redondos. Por eso me buscaron en su corte… y hoy el gran Khan quiere hablar conmigo.

La yurt imperial es grande como una casa amplia de Europa. Delante de él, me ofrecen un cuenco de kumiss con alcohol. Es un hombre cercano a los cuarenta años, muy robusto, casi obeso. Porta un casco forrado en piel, ropa poco ostentosa para su posición, ojos rasgados muy amarillentos, mirada de hierro vivaz y una seguridad sin límite; toma vino en abundancia. Está acompañado por su escriba y, a sus espaldas, dos guerreros invencibles.
Dudo que el papa que nos envió a la Gran Cruzada tenga esa manera de hablar. Empieza diciéndome en forma directa:
–Los mongoles necesitan reglas. Las voy a decretar en mi Yasa para que nunca se pierda la unión que hemos logrado. He escuchado de los cristianos y espero que tú me digas si pueden serme de utilidad para ese fin.
Le relato las guerras en Tierra Santa, donde los reyes más famosos no pudieron vencer al sultán sarraceno. Me sorprende su respuesta:
–No tiene sentido pelear por religiones. Todas serán iguales en mis tierras.
Luego pregunta con desprecio:
–Si eran varios reyes contra uno solo…, ¿cómo no consiguieron lo que buscaban?
Describo los desencuentros entre nuestros líderes, tanto en Medio Oriente como en Europa. Sobre eso concluye:
–Los cristianos están igual que las tribus nómades antes que yo impusiera el orden. Cuando lleguemos allí, serán fáciles de vencer.
Interroga ahora con todavía mayor desdén:
¿Cómo evitan que todos los hombres peleen entre ellos como lo hacen sus propios reyes?
Dolido por su severa visión sobre la defensa de la fe en la Gran Cruzada, engrandezco la función de nuestros diez mandamientos, pacto social entre los hombres por mandato de Dios. Por fin, la satisfacción llega a su rostro:
–Eso sí funciona para mi Yasa. Guardián del sello: escribirás que ningún mongol podrá matar, robar, ni quitarle la esposa a otro mongol. Quedarán prohibidos los secuestros de mujeres, que tantos males han traído a nuestro pueblo.
Todos saben que el hijo mayor no es suyo, aunque lo haya aceptado.
–Además, en mi ejército las mujeres que lo valgan podrán ser oficiales –sostiene.
Pienso que esa modernidad sería imposible en las Cruzadas, mientras en sus hordas abundan las guerreras que pueden derrumbar fácilmente a varios hombres de occidente. La discusión se centra ahora en ellas: le cuento que los cristianos solo podemos tener una esposa y que despreciamos a los bastardos.
–Tonterías. Si los hijos son de mi sangre, todos tendrán los mismos derechos a la herencia –replica otra vez con más amplitud que los líderes europeos.
Las reglas de la Yasa están casi listas. Sin embargo, no habíamos terminado; me faltaba enfrentar la ley más importante.

Dice el gran Khan:
–Tengo una última pregunta. Si tu Corazón de León regresó a su reino, ¿por qué no retornaste con él?
No sé si por incipiente confianza o una nueva incapacidad para mentir, le cuento la verdad.
Su tono seguro es el mismo, aunque los guerreros detrás suyo ciñen las empuñaduras de las armas con más fuerza.
–No puedo dejarte vivir. La primera ley de la Yasa es la obediencia absoluta al Khan. A mí y, por lo tanto, a todos los del mundo. ¿Cómo podría confiar en alguien que traicionó a su propio rey? No importa que sea insignificante, de una isla pequeña y remota. Tu destino estaba sellado: para subir el precio, los mercaderes que te vendieron a mis funcionarios registraron la misma historia. No te reproches tu sinceridad; la premiaré con una muerte rápida –sentencia razonablemente, como lo hace siempre.
Obnubilado, hago una reverencia. Una hora antes, Tierra Santa y el rey Ricardo me parecían lejanos, pero de pronto el mundo se ha vuelto increíblemente pequeño ante… mi Khan.
En este momento, mientras me pasa la vida por delante, salgo erguido de la Yurt imperial. Acepto con tranquilidad el destino, detrás de las hogueras, en manos de su justicia universal.
¡Hasta recupero mi fe! Me emociona la presencia de los mandamientos cristianos en la Yasa de Genghis. Pese a nuestro fracaso en la Gran Cruzada, sin duda estos se van a hacer respetar en toda Asia, incluso entre los árabes y persas, a los que no pudimos vencer.
Sobre sus montañas sagradas, en el cielo, los mongoles tienen como nosotros un único Dios. Por el momento, no lo necesitan.