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Heliogábalo

Heliogábalo

En Roma, las orgías con lluvia de pétalos de rosas y violetas –donde algunos invitados se ahogaron sumergidos– llegan a su fin. Julia Maesa, la abuela del sirio Heliogábalo Severo que lo había situado en el trono cuatro años antes, decide sustituirlo. El 11 de marzo de 222 d. C., en el cuartel de la Guardia Pretoriana, mantienen la primera discusión con distinta perspectiva de género.

Ese mismo día, lanzarán su cadáver decapitado a las letrinas y, como no entra, finalmente al Tíber. Durante las semanas siguientes, a 2000 años de la era de la cancelación, le aplicarán la Dammatio Memoriae más eficaz: borrará de las crónicas el nombre del emperador más joven, primer transexual de la historia.

Abuela, sálvame. Me has abandonado junto a mi madre para elegir al primo Alejandro. ¿Cómo es posible? Aquí en Roma, por encima de Júpiter, impuse a nuestro Al-Gabal de Siria como Dios Sol Invicto. El nombre que he adoptado viene de mi adoración por él. ¿No es lo que siempre han querido tú y la gran Julia Donna, a quien apenas he llegado a conocer?

–Antonino. Ese es el nombre que ella y yo te habíamos otorgado para que nadie dudara de que eras hijo del implacable Caracalla. Te agradecí al principio tu devoción por nuestro Al-Gabal, a quien le sigo rezando por protección para nuestra familia, pero nunca entendiste que, si nos apoderamos del Imperio y formamos la dinastía Severa, fue por amar y conocer a Roma más que los mismos patricios nacidos aquí. Tú hasta te casaste con una de las vestales. ¡Son sagradas!

–Busqué engendrar dioses, abuela. Me hiciste emperador a los catorce años y ahora solo tengo dieciocho. ¿Tan rápido me traicionas?

–Tu abuelo africano, Septimio Severo, con quien formamos esta familia, estuvo dominado en un momento por su prefecto del Pretorio, Plauciano. Tu supuesto padre Caracalla, con solo quince años, mató al traidor y nos devolvió el control. Si bien tuvimos que convertirlo en un monstruo, él siempre entendió que lo más importante era mantener contento al ejército: el Senado hace mucho dejó de importar. Su sobrenombre se lo regalaron las legiones, con admiración, por lucir esa capa larga de los galos hasta los confines de Germania y Partia. Tú, en cambio, te vistes de mujer. Después de cinco esposas, quisiste casarte con dos esclavos. ¡Hasta pretendes que te llamen “La reina de Hierocles”!

–Nunca pudiste aceptar quién soy y mis deseos, ¿verdad, abuela? Descubrí que amo a mi auriga Hierocles, como también lo hice con Zotico, aunque fuera solo un esclavo, según bien dices. Así soy feliz. Además, disfruto de los rostros fruncidos de esos viejos senadores y los brutos pretorianos cuando les cuento cómo me monta por las noches. Ellos, no yo, son los abominables. Amenacé y le ofrecí todo el oro del Imperio a los médicos por genitales de mujer. Pero su ciencia es incapaz de otorgarme ese placer. Tal vez en el futuro puedan hacerlo.

–Heliogábalo; te llamaré así, te lo has ganado. Al hispano Trajano, el emperador más grande de Roma sin considerar a tu abuelo, le gustaban los hombres. Conquistó la Dacia y llegó a fundar una provincia en la Mesopotamia asiática, más lejos que nadie. Julio César también tuvo amantes masculinos, además de mujeres a las cuales sedujo para conseguir sus objetivos y ser el amo del mundo. ¡Qué ironía que vayas a morir en los idus de marzo, como él! Te maquillas, usas pelucas y depilas el cuerpo entero. ¿Pero prostituirte, además? Y no solo en las tabernas… ¡Instalaste un antro en el mismísimo Palacio imperial y paseas desnudo por la puerta, invitando con tu voz más provocadora a los paseantes!

–Cómodo, que gobernó antes que nosotros, quiso ser gladiador y lo consiguió; peleó en cientos de combates en el Coliseo. ¿Tan diferente es llevar el placer al extremo, como un dios? Yo también llegué hasta donde nadie pudo y son los mortales los que no entienden. Soy capaz de conseguir el infinito, como hizo mi padre, en las eternas campañas por nuestro Oriente.

–No serás un dios, Heliogábalo. No te divinizaremos, como a mi hermana Julia Donna que sí lo mereció con todos los honores. Es más, seguramente te aplicarán la Dammatio Memoriae, borrarán tu recuerdo y derribarán tus estatuas. Así ocurrió con el Cómodo al que tanto admiras, como seguramente haces con Calígula. No sé si realmente eres hijo del salvaje Caracalla: él violó a mi hija, tu madre, su prima, pero ni ella ni tú han estado a la altura de nuestra dinastía Severa. Terminó mi paciencia; estos meses has buscado acabarnos al atentar contra Alejandro, tu propio heredero y nuestra última esperanza.

–¿Y mi primo está a la altura, abuela? ¿Cómo puedes estar tan segura?

–Tiene 13 años, podré manejarlo y me obedecerá como tú no has hecho. ¿Sigues sin entender nada del arte de gobernar, Heliogábalo? Hace cuarenta años que la nuestra es una dinastía de mujeres. Septimio Severo fue el general de mi hermana; ella lo llevó, susurrándole al oído, a una guerra civil con cien mil romanos de cada lado, en la última batalla en la Galia, y a conquistas que ni el mismo Trajano obtuvo. Si años después Caracalla la hubiera obedecido, tú serías ahora también el rey de Partia. ¡Curiosa celebración para Roma, tener un soberano de origen sirio casado con una princesa parta para unir los dos imperios!

»Por mi lado, salvé a la dinastía cuando nos había usurpado otro prefecto del Pretorio, Macrino, justo antes de tu gobierno. Además, lo sabes, soy la primera mujer aceptada por el Senado en sus sesiones tras 600 años. Mater Castrorum et Senatum, lindo título inventé.

»¿Quieres convertirte en una mujer Severa? Aunque hubieras conseguido los genitales, nunca serías Julia Donna o Julia Maesa. Adiós, nieto. Te dejaré junto a tu madre en manos de la Guardia Pretoriana. Ellos te explicarán las consecuencias de no haber aprendido mis enseñanzas. Pero que te quede clara una única sentencia de mi parte: morirás por haber sido un mal emperador, no por otra cosa.

–Adiós, abuela, que disfrutes del poder el poco tiempo que te queda. Mucho te has humillado para conseguirlo escondiendo a tu hija violada y obedeciendo a la sombra de tu hermana durante décadas. Aunque todos me maldigan, no entiendan, me arrojen a las aguas del Tíber y la historia de los romanos esconda mi nombre para siempre, nadie llegará a brillar como yo lo he hecho. ¡Y será así por miles de años!